jueves, 15 de julio de 2010

Velos

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Ella estaba bellísima. La muerte la había maquillado con los colores más tiernos y de alguna extraña manera, su ropa de luto resultaba sugestiva.
Sus cabellos ceniza, desprolijos y bien largos, acariciaban su rostro agotado con amor y secuestraban algunas lágrimas para seguir brillando un poco más.
La gente no se daba cuenta de que esta mujercita de repente sin padre estaba resistiendo con una hermosura abismal. La abrazaban con esa garantía satisfactoria, esos brazos de dudas o acostumbramientos, sin registrar siquiera su perfume, un perfume que sólo se enciende en momentos de lucidez espiritual.
El padre debía haber sido muy querido, o al menos muy conocido. La muerte tan violenta se llevaba todos los pensamientos con excepción del mío, que se quedaba con la vida, con la belleza viva de la tristeza que no moriría nunca, con la lágrima roja y negra y verde y amarilla.
Quería que mi conexión con ella no sea un simple abrazo. Quería mirarla y robarle un poco de ese protagonismo tan celestial. Le examiné los ojos -más puros que nunca- y le dije que el frío intensificaba la tristeza pero también la belleza.
Cerró su mirada hinchada, intentando embotellar sus lágrimas en sus pupilas, queriendo guardarse todo para ella.
Me volví a casa con otra imagen de la muerte. La imagen de los que permanecen vivos y radiantes.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me gusta. Me siento un poquito identificada..